Hacia principios del S. XVII, Inglaterra se veía amenazada por la aparición de una nueva raza en los estamentos de su sociedad. Por un lado, la llegada a Londres de una delegación proveniente de Marruecos para discutir sobre la posibilidad de perpetuar una ofensiva en conjunto contra el pueblo español y, por otro, la importación de negros capturados de navíos hispanos, inquietaban a la corona inglesa que veía a este fenómeno como una invasión. Ante estos hechos, la reina Isabel I proclamó en 1601 un edicto mediante el cual “mostraba su gran descontento de saber que un gran número de negros y moros (según se le había informado) estaban siendo ingresados a su reino e impartía una orden especial de que dicha clase de gente fuera expulsada con toda celeridad del territorio de Su Majestad.”
Bajo este contexto histórico escribe William Shakespeare en 1603 su tragedia Otello: El Moro de Venecia, la historia de aquel general “de labios gruesos” (thick-lips) que representa lo otro, lo diferente de la sociedad de la época.
El vocablo “Moro”, frecuentemente utilizado en la obra por Shakespeare para apelar a Otello, simboliza lo exótico, algo “diferente de lo humano e incluso, en ocasiones, maléfico”. Busca poner de manifiesto lo diferente del personaje debido a su raza, color y origen y le da una connotación negativa. Roderigo habla del “lascivo Moro” (I.i.125) como “un vagabundo sin raíces y sin patria” (I.i.136). Desde su perspectiva, entonces, ser un “Moro de Venecia” es representar un principio de desorden salvaje alojado en el corazón mismo de la civilización metropolitana; ser, en otro de los violentos oximoros de Yago, una suerte de “monstruo civilizado”. Algunos críticos afirman, además, que el nombre Otello evoca el término “Otomano”, nombre con el que se conocía al imperio turco, a quienes los ingleses consideraban moros y contra quienes Otello debía pelear (“Valeroso Otello, es necesario que salgáis – y con urgencia – a combatir al Otomano…” [I.iii.49-50]).
Retomando nuestro fragmento inicial, podremos observar también la existencia de un contraste (“ovejuno negro / blanca cordera” [I.i.87-88]) presente durante toda la tragedia. Mientras Desdémona es joven, blanca y perteneciente al más alto linaje Veneciano, Otello, entrando en cierta forma “en el valle de su vejez” (III.iii.269), es totalmente negro y fisiológicamente negroide. Yago remarca este contraste en diversas oportunidades (“ese vagabundo moro y la veneciana astuta” [I.iii.353-354]) para mancillar a Otello y aislarlo aun más de su entorno. Es justamente este villano quien hábilmente empuja al Moro hacia el (re)descubrimiento de sus propios orígenes. Otello comienza a sentirse inseguro con respecto al lugar que ocupa en la sociedad veneciana, pero enfrentar perder el amor de Desdémona por un hombre blanco más joven es demasiado para él. La constante sugerencia por parte de Yago respecto de que la diferencia racial puede ser la causa de la supuesta infidelidad de su esposa finalmente logra hacer dudar a Otello (“Porque mi piel es negra, porque me falta el don de conversar como los cortesanos / ella me traicionó, me abandonó…” [III.iii.267-271]). Esta situación lleva al moro a desvalorizarse a sí mismo (“Mi nombre era limpio como la faz de la propia Diana. ¡Sucio y negro es ahora tal como mi rostro!…” [III.iii.390-392]) y perpetuar su “negra venganza” (III.iii.450).
Es esta inseguridad de Otello, manifestada desde el principio a partir de la increpación de Brabantio (“Mírala bien Moro, si es que tienes ojos. Si traicionó a su padre podría traicionarte a ti.” [I.ii.292-293]) el disparador de los celos, que culminarán en odio y luego en muerte. Y quien alguna vez fuera “el noble moro / cuya sólida virtud ni la desventura ni el dardo de la suerte podrían herir o penetrar” (IV.i.259-263) pronto sería victima de aquel “monstruo de obscenos ojos que se goza con la carne que lo nutre” (III.iii.171-172).
Otello es una historia basada en el miedo a “lo desconocido” y la marginación de “ese otro” en la sociedad debido a los prejuicios raciales. Anthony Barthelemy, profesor de literatura inglesa de la Universidad de Miami afirma: “La obra deshace lo que hace en un principio: transforma a un moro heroico en un moro villano”. No sabemos a ciencia cierta si el autor pretendía con esta tragedia hacer reflexionar a su audiencia sobre las consecuencias del proceder de cada uno de los personajes. Lo que sí podemos afirmar es que tanto en Otello como en otras de sus obras (Titus Andronicus, El Mercader de Venecia, por nombrar sólo algunas) William Shakespeare brinda una clara visión de la realidad social de la Inglaterra Isabelina, mostrando una sociedad xenófoba y llena de prejuicios, donde una relación interracial era algo impensable.
La tragedia de Otello fue escrita a principios del siglo XVII, entre 1603 y 1604, cuando Shakespeare tenía 52 años. Se trata, pues, de una obra de madurez, posterior a Hamlet, pero aún anterior a sus últimas grandes tragedias, como Macbeth, El rey Lear, Antonio y Cleopatra y Coriolano. Es también una de las más representadas y se han hecho de ella varias versiones cinematográficas, destacando las de Orson Welles (1952), Lawrence Olivier (1965) y Kenneth Branagh (1995). Basadas también en esta obra, se han compuesto ocho óperas. La más famosa y representada es la de Giuseppe Verdi, estrenada en el año 1887. De hecho, se trata de una tragedia tan famosa que incluso la gente que no la ha leído nunca conoce su argumento.
Para escribir Otello, Shakespeare se fijó en una historieta de Giraldi Cintio, la séptima del tercer día del libro Hecatommithi, publicada en Italia en el siglo XVI. Aunque la historieta de Cintio y el Otello de Shakespeare presentan pocos paralelismos verbales, tienen un argumento muy parecido. De todos modos, las diferencias son muy reveladoras. Creo que lo que interesó a Shakespeare del cuento de Cintio fue la cantidad de posibilidades dramáticas y morales que intuyó en el personaje del alférez (el Yago de Otello). En la obra de Cintio se le presenta así:
“El Moro tenía a su servicio un alférez con buena presencia pero con una naturaleza más malvada que la que pudiera tener ningún ser viviente. A esta persona, el Moro la quería mucho; pero desconocía por completo su maldad. Escondía la malicia del corazón con palabras hermosas y magnificentes, así como con su presencia: su aspecto exterior era como el de Héctor o Aquiles.”
Creo que Shakespeare se interesó mucho por esta diferencia –tan tratada en otros parajes de sus obras–, entre la apariencia y la realidad, que casi siempre está ligada a los personajes malvados. Por otro lado, en la línea que va desde Ricardo III hasta Macbeth, pasando por Yago y Edmundo, tenemos suficientes elementos para pensar que Shakespeare prestaba mucha atención a las situaciones en las que está presente el mal. No sólo el encarnado en individuos concretos, sino también el mal encarnado en las familias, cuyos intereses las lanzan tan a menudo a luchas internas y a guerras civiles
Creo que Shakespeare se interesó mucho por esta diferencia –tan tratada en otros parajes de sus obras–, entre la apariencia y la realidad, que casi siempre está ligada a los personajes malvados. Por otro lado, en la línea que va desde Ricardo III hasta Macbeth, pasando por Yago y Edmundo, tenemos suficientes elementos para pensar que Shakespeare prestaba mucha atención a las situaciones en las que está presente el mal. No sólo el encarnado en individuos concretos, sino también el mal encarnado en las familias, cuyos intereses las lanzan tan a menudo a luchas internas y a guerras civiles devastadoras.
En los distintos tratamientos que hace del tema del mal, encontramos dos tipos de personajes: los que cometen crímenes para obtener el poder y los que cometen crímenes empujados por una fuerza que sale de ellos mismos. Sin intención de citarlos a todos, entre los primeros tenemos a Ricardo III, a Macbeth y a Lady Macbeth; y entre los segundos, a Yago y a Edmundo. Obviamente, Shakespeare no da nunca a estos personajes justificación moral alguna, pero es interesante darse cuenta de que lo que sí les da a todos ellos, excepto a uno, es justificación dramática. Me explico: Ricardo es contrahecho y eso le convierte en un ser resentido y, a partir de ahí, ambicioso, cruel y malvado; Edmundo es objeto de las burlas de Gloucester, su padre, delante de otros personajes, porque es un hijo bastardo; Yago no obtiene el cargo de lugarteniente porque Otello lo concede a Cassio. El único que no tiene justificación dramática es Macbeth. En Macbeth encontramos una interpretación más rica si cogemos como tema principal no la ambición, como se suele decir, sino la posesión del mal. El protagonista es el mal en estado puro (de ahí la necesidad de hacer que en la obra aparezcan las brujas, también en la escena primera del primer acto). La grandeza de Macbeth radica en que el personaje no pierda nunca la conciencia moral, por más que ésta esté poseída y esclavizada por la maldad. Sin embargo, volviendo a Otello, lo que da grandeza dramática al personaje de Yago es la falta total de conciencia. Su maldad, además, va dirigida no directamente contra Otello (el causante de lo que considera que ha sido un agravio que se le ha hecho) sino indirectamente: mediante Desdemona, que es totalmente inocente de la culpa que le imputan. Yago implica también a otras víctimas, pero la más inocente de todas ellas (Roderigo, Emilia, Cassio y Brabantio) es Desdemona.
La otra característica de la maldad de Yago es la gratuidad de sus actos: obrando el mal, no gana ni pierde nada, excepto la satisfacción de ver el sufrimiento de los demás. En este sentido, Yago es el polo opuesto de Macbeth, que obra el mal porque no puede hacer otra cosa. Yago, en cambio, obra el mal como consecuencia de una falta absoluta de conciencia moral. Sus crímenes nacen, por decirlo de algún modo, no de una posesión maligna, sino de su misma voluntad.
Cuando, tras el estreno de su Macbeth revisado en el Théâtre Lyrique de París en 1865, un crítico francés acusó a Verdi de no conocer o entender a Shakespeare, el compositor se indignó: “Può darsi che io non abbia reso bene il Macbeth” (“Puede ser que yo no haya representado suficientemente bien Macbeth”), escribía a su editor, “ma che io non conosco, che non capisco e non sento Shaspeare [sic!] no, per Dio, no. È un poeta di mia predilezione, che ho avuto fra le mani dalla mia prima gioventù, e che leggo e rileggo continuamente.” (“pero que no conozco, que no entiendo y que no siento a Shakespeare, ¡no, por Dios, no! Es uno de mis poetas preferidos, he tenido sus libros entre mis manos desde mi primera juventud, y lo leo y releo continuamente”). No exageraba. A lo largo de su trayectoria, el bardo de Avon reaparece en la correspondencia de Verdi una y otra vez como referente dramático. Describió al protagonista de Le Roi s’amuse de Victor Hugo (a punto de convertirse en su Rigoletto) como una “creazione degna di Shakespeare” (“creación digna de Shakespeare”).
Por otro lado, en el Don Carlos de Schiller, a pesar de valorar su eficacia teatral, encontró una falta de verdad y profundidad “shakesperiana” (lo que le sirvió de excusa para cambiar el final que el poeta alemán había dado a la obra). Durante toda su vida tuvo la ambición, nunca hecha realidad, de convertir en ópera El rey Lear, la tragedia más desoladora de Shakespeare. Tiene interés especial la carta que en 1876 escribió a su amiga la condesa Clarina Maffei sobre el realismo en el arte. Afirmaba que el verdadero artista no copia la realidad, sino que la inventa. “Domandatelo al Papà” (“Preguntádselo al Padre”) (refiriéndose a Shakespeare). “Può darsi che egli, il Papà, si sia trovato con qualche Falstaff, ma difficilmente avrà trovato uno scellerato così scellerato come Jago, e mai e poi mai degli angeli come Cordelia, Imogene, Desdemona, ecc. ecc., eppure son tanto veri!” (“Es posible que él, el Padre, haya encontrado algún Falstaff, pero difícilmente podía haber encontrado un hombre perverso, tan perverso como Yago, y nunca, nunca jamás, unos ángeles como Cordelia, Imogenes, Desdemona, etcétera, ¡a pesar de que son tan reales!”). ¡Qué curioso que dos de los nombres que Verdi menciona sean de Otello, tres años antes de que tuviera la tentación de hacer una ópera!
En efecto, de todas las tragedias del poeta, Otello o el moro de Venecia es, sin duda, la más adaptable a una versión operística. La acción es trepidante, no se ve interrumpida por episodios secundarios. Tan trepidante que, de hecho, casi no hay tiempo para que pueda consumarse el supuesto adulterio de Cassio y Desdemona, alrededor del cual gira la trama. El dramaturgo Bernard Shaw llegó a describirla como una obra de teatro escrita con el estilo de una ópera italiana, y afirmó que el éxito que obtuvo Verdi no demostraba que podía ocupar el terreno de Shakespeare, sino, al contrario, que el poeta a veces podía ocupar el terreno del compositor. Si Verdi esperó hasta los setenta años para poner manos a la obra fue quizás debido a la ópera de Rossini sobre el mismo tema, la cual, a pesar de haber sido escrita en 1816, aún se interpretaba y tenía un acto final (el único de los tres que mantiene una estrecha relación con la obra de teatro) que hoy en día se considera una de las mejores composiciones del compositor en su vertiente seria. En efecto, fue por respeto a su gran predecesor que durante mucho tiempo Verdi tuvo la intención de dar a su ópera el título de Jago antes de decidirse por el actual. Y aún más, afirmaba, que el público diría de él: “Ha voluto lottare col gigante [Rossini] ed è rimasto schiacciato, piuttosto che: si è voluto nascondere sotto il titolo di Jago.” (“Ha querido luchar contra el gigante [Rossini] y ha acabado vencido, más bien se ha querido esconder detrás del título de Jago”). ¡No hace falta decir que el público no dijo nada de todo eso!
En su Macbeth, Verdi decidió mantenerse tan fiel al bardo como lo permitían las convenciones operísticas de la época. Consiguió captar la atmósfera misteriosa y nocturna de la obra a través de una abundancia de tonalidades menores y de momentos de orquestación selectiva que excluyen los instrumentos más agudos. También captó el carácter “fantasmagórico” (para el que tenía un precedente musical en Robert le Diable de Meyerbeer, ya conocido en Italia), y la terribilità del protagonista y su dama. No intentó igualar su poesía (al fin y al cabo, en aquella época sólo había leído la tosca traducción en prosa de Carlo Rusconi en 1838), pero reconocía algunos de sus versos clave y quería que se destacasen claramente, como: “¿Podrá todo el océano del gran Neptuno limpiar la sangre de sus manos?” y “La vida […] es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que nada significa”. En todos estos casos, exhortó a Felice Varesi, autor del libreto de Macbeth, a ponerse al servicio del poeta más que del músico (“Non cesserò mai di raccomandarti di studiare bene la posizione e le parole; la musica viene da sé.” [“No dejaré de aconsejarte que estudies bien la posición y las palabras; la música viene sola”]).
Cuarenta años después todo había cambiado. Las formas establecidas que durante tanto tiempo dominaron la ópera italiana habían desaparecido. Los compositores empezaron a decantarse por una estructura de los actos con menos interrupciones, mientras que el lenguaje del propio Verdi, reforzado por elementos procedentes de más allá de los Alpes –por no hablar de un estudio más profundizado del patrimonio clásico de Italia–, había puesto a su alcance una gama mucho más amplia de posibilidades para la expresión musical. Finalmente, tenía la ventaja de contar con Arrigo Boito, un colaborador que, además de músico, era un poeta de sorprendente ingenio, sensible a cualquier detalle requerido por el compositor. Mientras que en la ópera anterior Verdi se había contentado con reflejar los elementos esenciales de la obra de Shakespeare, en Otello se propuso abarcar todos los registros de su poesía, tanto los líricos como los declamatorios. Y para eso necesitaba mucho más que una simple traducción de unos cuantos versos importantes. Por eso, lo que puede parecer una disgregación, por parte de Boito, del pensamiento de Shakespeare a través de paréntesis superfluos, tiene como objetivo dar a la frase musical espacio suficiente para liberar todo su potencial expresivo. Un buen ejemplo de ello es la escena en la que Otello pega a Desdemona en público. En la obra de teatro no se pone gran énfasis en este momento de la acción; en la ópera el gran conjunto que va detrás es la cima arquitectónica de la partitura y hace falta, por tanto, un elevado voltaje dramático para desencadenarlo. Así pues, Boito va más lejos que Shakespeare y hace que el moro lea en voz alta el decreto veneciano entre feroces apartes dirigidos a su mujer: una furia interna que, naturalmente, desemboca en un acto de violencia física.
Tampoco se puede reprochar a Boito que suprimiera el primer acto de la obra teatral, cuando Brabanci avisa a su yerno (“Cuidado, moro, ¡estate alerta! / Ha engañado a su padre, quizás te engañará a ti”). En una obra hablada se puede percibir un trauma que, si bien no se pone de manifiesto en su momento, atormenta persistentemente al subconsciente. La ópera, sin embargo, consiste sobre todo en música; y puesto que la música es el lenguaje de los sentimientos y no del pensamiento, las palabras de Brabanci tendrían que evocar una respuesta emocional de Otello que reflejara la partitura. Cuando Monterone maldice a Rigoletto, el bufón reacciona en el acto. Desde entonces los recuerdos de esta maldición no dejan de aflorar a la superficie de su mente. Si Boito y Verdi hubieran dado una importancia similar al aviso de Brabanci, se habrían privado de la perfecta felicidad del dúo amoroso.
Boito consideraba que el momento dramático crucial de Otello se produce cuando Yago aconseja al moro que vaya con cuidado con “el monstruo de ojos verdes”. “La gelosia!”, escribe en un prólogo para el manual de producción de la ópera. “La parola è detta. Yago ha, prima, ferito il cuore del Moro, poi ha messo il dito sulla piaga. La tortura d’Otello è incominciata. L’uomo si muta. Era saggio e delira, era forte e si fiacca, […] era sano e lieto e geme e cade e sviene come un corpo avvelenato o colto di epilepsia.” (“La palabra está dicha. Yago, primero, ha herido el corazón del Moro, después ha puesto el dedo en la herida. Ha empezado la tortura de Otello. El hombre cambia. Era sabio y delira, era fuerte y se agota, […] era sano y alegre y gime, cae y se desmaya como un cuerpo envenenado o bajo un ataque de epilepsia”). Verdi adoptó la idea de Boito y convirtió “È un idra fosca, livida” en uno de los dos únicos temas recurrentes de la ópera (el otro es, claro está, “Un bacio!”), a partir del cual desarrolló el preludio que crea la atmósfera para el acto siguiente.
Pero, ¿por qué se comporta así Yago? ¿Por resentimiento? ¿Porque no le han ascendido a él sino a otro? ¿La sospecha de que “el moro ha hecho mi oficio entre mis sábanas” (es decir, que se ha acostado con su mujer, Emilia)? No es preciso especular sobre esta cuestión. El hombre que comete un crimen para vengarse de una ofensa cree servir a la causa de la justicia a su manera, por equivocada que sea. Sin embargo, la maldad es instinto puro y no se puede justificar racionalmente, lo que cuentan los enigmáticos soliloquios de Yago en la obra de teatro. Pero la música puede describir la vileza en su vertiente más tenebrosa de una forma muy directa, a pesar de necesitar la ayuda de un texto. Por tanto, hacía falta algo como este “Credo” para que Yago pudiera revelar la esencia de su naturaleza. No importa que, en el fondo, los artículos de fe del cantante no tuvieran ningún sentido. La poesía está llena de una imaginería oscura y nihilista que, según Verdi, era “potentissimo e shakesperiano [sic!] in tutto e per tutto” (“potentísimo y shakesperiano en todo y por todo”), y con la que evocó uno de los retratos más aterradores del mal nunca creados. Lo que no debía saber es que los versos finales, “La morte è il nulla / e vecchia fola il ciel”, habían sido escritos originariamente para La Gioconda de Ponchielli, y que no los tenía que cantar Barnaba, el verdadero malvado de la obra, sino el no menos desagradable Alvise. Afortunadamente, estos versos habían sido sustituidos en la versión definitiva de la obra, del 1880.
Con la bondad sucede lo mismo que con la maldad. En la ópera podemos pasar por alto la ingenuidad extrema de Desdemona, su convicción de que los problemas entre su marido y Cassio se pueden resolver fácilmente con un toque de sentido común y buena voluntad. La música de Desdemona destila tanta ternura y pureza espiritual que nunca deja de conmovernos. Verdi ha creado muchas heroínas diferentes, pero ninguna tan sublime.
Otello es todavía un fenómeno curiosamente aislado con relación a su época y país, como un Everest sin el Himalaya alrededor. Es la destilación personal de la experiencia de toda una vida, tan única e irrepetible como cualquier de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven. Algunos de sus recursos se pueden reconocer en obras anteriores del mismo Verdi: el coro efectista “Dio, fulgor della bufera”, que dibuja los motivos heterogéneos de la tormenta con que se inicia la ópera, tal como hacía el terzettino “se pria ch’abbia il mezzo la notte toccata” en el acto final de Rigoletto; las brutales martilladas de armonía que describen el terror y la confusión de Desdemona (“Esterrefatta fisso lo sguardo tuo tremendo”), que ya habían retratado la agonía de una Leonora moribunda en La forza del destino; aquel único glissando lírico que cierra la Canción del sauce (“Ah, Emilia, addio!”), una variación en tono mayor del que concluye el “Liber Scriptus” del Réquiem. Pero no hay precedentes para la disonancia de terceras que se acumulan en la obertura de la ópera, nunca resueltas; ni para la impresionista secuencia de acordes que acompaña los últimos compases del pretendido sueño de Cassio explicado por Yago; ni para la larga transición que lleva de la pelea del primer acto al principio del dúo amoroso. La síntesis es nueva, el estilo más grandioso que nunca, pero sin caer en la mera grandilocuencia. En esta ópera, Verdi invirtió toda su fuerza como dramaturgo musical.
“Salute a noi (e a Lui)” (Salud a nosotros [y a Él]) fue el mensaje de Verdi a Boito al preparar la partitura, ya finalizada, para enviarla al editor. No es necesario identificar el pronombre en cursiva. Era el tributo final del compositor a quien durante toda su vida consideró “il gran maestro del cuore umano” (“el gran maestro del corazón humano”).
Fuente: Resumen y extractos de Otello: Racismo y Exclusión en la Inglaterra del S.XVII