Continuando con nuestras clásicas tertulias digitales, en un nuevo encuentro del Online Opera Club nos dedicamos a conocer un poco mas de cerca una de las mas conocidas y populares operas de Wolfgang Amadeus Mozart
Mozart conoció a su más importante libretista en casa del barón Wetzlar, padrino de su primer hijo. Lorenzo Da Ponte, nacido en un pueblo de la provincia de Venecia, inició una vida aventurera después de abandonar la carrera eclesiástica, llegando a ostentar el cargo de dramaturgo de la corte imperial, en cuyo desempeño había escrito algunos libretos de poco éxito, cuando aceptó el primer encargo de Mozart: Las bodas de Fígaro.
La idea, bien arriesgada por cierto, de poner música a la obra de Beaumarchais, había partido de Mozart. Después de su estreno en París, y a pesar de las numerosas traducciones hechas al alemán, el emperador no había concedido el permiso para representarla en Viena, pues estaba claro que era un «ave de mal agüero de la revolución». Mozart y Da Ponte sacaron a relucir sus mejores argumentos ante José II para que les permitiera hacer una ópera de tan peligroso material, prometiéndole el libretista «borrar todo aquello que pudiera herir la decencia y el buen gusto».
Da Ponte reduce a cuatro los cinco actos de la comedia, y a once sus dieciséis personajes, al tiempo que exime, casi por completo, a Fígaro de su cometido de fustigador de la sociedad. Algo queremos ver en el «Se vuol bailare», y poco más, porque aquella cita de la abolición del «derecho a la primera noche» del feudalismo, llega a cansar al Conde y se repite para hacer reír al público.
Con su comedia, Beaumarchais había conseguido ya su propósito de crítica social; Da Ponte prometió al emperador moderación, convencido seguramente de que ellos no tenían por qué volver a repetir algo que otro había conseguido plenamente, y a Mozart le tocaba lograr en el teatro lírico una revolución de igual o mayores proporciones a la conmoción social producida en París por la comedia.
Se trataría de una ópera bufa al gusto de la corte? Ellos la titularon Commedia per música, y advertían en el prólogo que era un «género casi nuevo de espectáculo».
El «embrollo» sí era el de una ópera bufa, algo más extenso desde luego, y las figuras que lo movían, sobre el papel al menos, también parecían las de siempre, salvo ese siervo que planta cara a su señor. Marcellina, Don Basilio, Don Curzio y Antonio el jardinero son personajes de la commedia dell’arte y de la ópera bufa, y Bartolo lo es tanto, que en su aria «La vendetta» se convirtió en el modelo del bajo bufo.
Pero las novedades son más abundantes que las sujeciones al género; lo que hace de Las bodas de Fígaro un espectáculo distinto de todo lo visto hasta entonces, está en los grandes finales, el del segundo acto que resume y concluye la primera parte, y el del cuarto acto, fin de la obra. Estos dos grandes números (no interrumpidos por los recitativos secos), que abarcan una gran variedad de escenas y situaciones, son por su extensión y riqueza dos de las piezas fundamentales del teatro musical. En el último, además, la acción queda suspendida en una mística ensoñación, «Contessa, perdono!», momento único en toda la música dramática, antes de precipitarse en la veloz carrera final.
El conde Almaviva y Fígaro son dos figuras de una dimensión desacostumbrada, y aún más Susana, que en el aria del cuarto acto se eleva tan por encima de la soubrette cuya apariencia toma, que se hace difícil reconocerla como tal. Cherubino, del que se ha dicho que es un don Juan adolescente, hace exhibición de sus sentimientos, mientras los demás expresan los suyos de forma más contenida, y más que ninguno la Condesa, personaje de rango espiritual superior, más noble que la imaginada por Beaumarchais, y que, por sí sola, haría de esta ópera un género de espectáculo siempre vivo. La orquesta aquí no es vestidura ni ornamento, no es parte del escenario, sino de los mismos personajes, porque, como dice Wagner, todos los instrumentos tienen «el inquieto aliento de la voz humana».
El estreno de Las bodas de Fígaro tuvo lugar en el Burgtheater de Viena el 1 de mayo de 1786. El público pidió la repetición de casi todos los números. «Nunca ha gozado nadie de un triunfo tan brillante», dice el tenor que cantó Don Basilio. El emperador decidió prohibir los «bises» en las representaciones sucesivas para evitar el cansancio de los cantantes, y sin embargo, la obra desapareció del escenario después de tan sólo nueve representaciones.
Leopoldo había abandonado Viena mucho antes de que Wolfgang se pusiera a trabajar en esta ópera y antes también de que pensara en los tres conciertos para piano que cierran su provechosa etapa de concertista, aunque no la de compositor de esta música.
Mientras compone las bodas, Mozart escribe e interpreta los conciertos para piano números 22, 23 y 24 (K 482, 488 y 491). En los dos primeros introduce una novedad tímbrica sustituyendo los oboes por clarinetes. El público obligó a Mozart a repetir la interpretación del andante del concierto n.° 22, «acontecimiento más bien raro», comenta su padre en una carta a Nannerl, aunque a nosotros nos parezca más raro aún que no hiciera lo mismo con el adagio del concierto n.° 23.
El concierto en Do menor (K 491), uno de los grandes sin lugar a dudas, música cargada de vehemencia, sirve perfectamente como final y despedida de la próspera etapa de los conciertos de abono. En el verano de 1786, ante una situación económica que empieza a ser angustiosa, intenta volver a organizar estos conciertos, y después de muchos esfuerzos tan sólo consigue un abonado, su amigo el barón van Swieten.
No sabemos muy bien cuál pudo ser la causa del repentino y rotundo declive de algo que, según hemos visto, producía tantas satisfacciones en el músico y su público. ¿Acabó teniendo razón el conde Arco? ¿Es que el éxito en Viena era tan variable como la moda?
Para unos la explicación podía estar en la evolución de la música de Mozart hacia un progresivo ensimismamiento, en esa tendencia a lo difícil e insólito en la que, calificándolo con unas u otras palabras, coinciden los críticos de su tiempo. Es cierto que, precisamente en esa época, Mozart manda a un editor el primero de una serie de tres cuartetos con piano que se había comprometido a escribir (K 478), y el editor se lo devuelve porque era muy complicado y el público no quería comprarlo, pero ese magnífico cuarteto, junto con otro que escribió un poco después (K 493), no son diferentes a los últimos conciertos de piano en carácter y madurez. En el abandono voluntario, para dedicar todo su tiempo a la ópera, se podría pensar si no hubiese seguido componiendo obras orquestales y de cámara. Quizás las causas fueran externas; se ha pensado en la guerra contra los turcos que arrastró a las grandes familias a retirarse a sus casas de campo, y en la falta de dinero de la aristocracia y la burguesía que provocó esa misma guerra.
Sea como fuere, a pesar de las ganancias que sus abonados le han proporcionado, a lo que hay que añadir la publicación de los seis cuartetos dedicados a Haydn, con los que obtuvo 450 florines, y el estreno de Fígaro, Mozart escribe a un amigo que va a emprender un viaje a Italia: «¡Usted sí es un hombre afortunado! ¡Ay, qué feliz sería yo si pudiera acompañarle! Pero ya lo ve, ahora mismo tengo que dar una lección para ganar algo.»
Lleva mucho tiempo sin moverse de Viena, y dar clases es como encerrarse y no ver la luz del día. Siempre que encuentra un hueco estudia inglés y francés, y ahora tiene un nuevo alumno, Thomas Attwood, que con su amigo el tenor Kelly y los hermanos Storace, todos británicos, le animan para que vaya a Londres.
Bibliografía: Mozart de Rafael Pérez Sierra