Ópera en cuatro actos: Libreto de Henri Meilhac y Ludovic Halévy, basado en la novela del mismo título de Prosper Mérimée.
Personajes: Don José, sargento (tenor); Escamillo, torero (barítono); Dancairo y Remendado, contrabandistas (tenor y barítono); Zúñiga, teniente de dragones (bajo); Morales, sargento de dragones (barítono); Carmen, gitana (mezzosoprano, ocasionalmente también soprano o contralto); Frasquita y Mercedes, gitanas (soprano y mezzosoprano o contralto); Micaela, aldeana (soprano); soldados, obreras de una fábrica de tabacos, tabernero, gitanos, niños, muchedumbre.
Lugar y época: En Sevilla y sus alrededores, hacia 1820.
Fuente: El importante autor francés Prosper Mérimée (1803-1870) escribió, bajo la impresión que le produjo un viaje por España efectuado en 1830, la novela Carmen, que apareció en 1845 primero en una revista (la Revue des Deux Mondes) y luego en forma de libro.
Libreto: Los destacados hombres de teatro Henri Meilhac (1831-1897) y Ludovic Halévy (1834-1908) intuyeron el intenso dramatismo de este argumento y, aunque siguieron al pie de la letra algunas escenas de la novela de Mérimée, dieron una forma nueva a detalles importantes. No sólo inventaron el personaje de Micaela, que convirtieron en complemento de Carmen, sino que eliminaron muchas figuras secundarias (por ejemplo un marido de Carmen), inventaron lugares (como la plaza de toros del último acto), hicieron del último amante de Carmen un torero (en vez de un ayudante secundario del matador); pero sobre todo atenuaron de manera visible el ambiente criminal de Carmen (sólo quedó el contrabando como acción contraria a la ley) y dieron, de manera decisiva, mayor valor al carácter de Carmen (que ya no es, como en la novela, una ladrona y una criatura superficial, incluso instigadora de un crimen). Surgió así uno de los mejores libretos de ópera: cautivador, lleno de suspense, humanamente conmovedor, psicológicamente fascinante y en consecuencia efectivo como obra de teatro.
Música: Una obra maestra inolvidable. Raras veces logra un compositor dar forma simultáneamente a las grandes líneas y al detalle más pequeño. Bizet lo consiguió en esta ópera, y además con un estilo totalmente personal, que no sigue ni a Wagner ni a Verdi (hazaña de la que muy pocos músicos de la época fueron capaces). La melodía, la armonía, el ritmo y la instrumentación son igualmente perfectos en belleza y fuerza expresiva.
En toda la partitura no hay un solo compás vacío, ninguna fórmula convencional, ninguna parte mediocre. Tanto las voces solistas como los conjuntos y los coros son impresionantes y están llenos de autenticidad. Se podría demostrar en cientos de pasajes. Qué fuerza posee la última frase de José convertido en asesino (por mencionar un ejemplo que no es el más consistente). Qué abismal desesperación hay en ese par de notas. Qué profundo amor en el dúo de Carmen y Escamillo, en el acto cuarto. Qué ingeniosa picardía en el quinteto de contrabandistas. Qué expresión de odio en la escena de celos de José, al final del acto tercero. Qué maestría en la descripción del paisaje, en el preludio del mismo acto. Qué sentido del dramatismo en el contrapunto de la trompeta y el baile con castañuelas de Carmen, en el acto segundo, y en la estremecedora combinación del motivo de la muerte con el júbilo de la multitud enardecida en la plaza, en el acto cuarto. Qué delicadeza en el epílogo orquestal del dúo de José y Micaela (en el primer acto) y en el «aria de la flor» de José. Pero ¿para qué seguir enumerando? Los aciertos de esta partitura son inagotables. Y Bizet resultó ser al mismo tiempo (caso poco frecuente) un lírico, un dramaturgo y un humorista del más alto nivel.
Es comprensible que el papel titular, Carmen, sea uno de los más codiciados del repertorio operístico, de manera que no nos sorprende que, además de las mezzosopranos (en cuyo registro se encuentra en realidad), también las sopranos y contraltos hayan tratado de adueñarse de él. Realmente ofrece mucho a las actrices con personalidad y espíritu que además posean belleza y una voz interesante, aunque no sea espectacular.
Otros tres papeles son de decisiva importancia: el del tenor dramático José, el del barítono Escamillo y el de la soprano Micaela, con una voz pura como una campanilla. Una tarea magnífica para un director de escena, atractiva para un escenógrafo imaginativo y fascinante para un director de orquesta.
Historia: Bizet menciona por primera vez en 1872 un encargo de la Opera Comique de París, pero es posible que el tema no se decidiera entonces, porque habla de una «ópera ligera». Apenas se conocen detalles sobre la composición de Carmen. Es posible que se acabara en 1874 y que la orquestación se preparase en dos meses tan sólo. Los primeros ensayos tuvieron lugar en octubre de ese año. Tanto la orquesta como el coro, y también algunos cantantes aislados, protestaron varias veces por la «modernidad» de la obra. Parece que Bizet estuvo dispuesto a llevar a cabo importantes cambios a causa de la presión que se ejerció sobre él. Es posible que al principio no hubiera ninguna aria, excepto el «aria de la flor» de José: al parecer, Bizet añadió durante los ensayos la habanera, la canción del torero y el aria de Micaela. Sin embargo, nada de esto pudo salvar el estreno: el 3 de marzo de 1875 el público se mostró extrañado, indiferente, frío. Sería erróneo hablar de fracaso completo; tal vez hubiera sido preferible. Pero precisamente esa indiferencia creciente conforme avanzaban los actos hizo que el compositor cayera en la desesperación, de lo cual algunos testigos presénciales dejaron constancia. Tres meses más tarde, Bizet había muerto. Su amigo Ernest Guiraud compuso recitativos (para sustituir los pasajes en prosa del original); de esa manera, la obra, traducida al alemán por Julius Hoppe (que escribía con el seudónimo de D. Louis), y con títulos que rápidamente se hicieron muy populares, incluso proverbiales («El amor viene de los gitanos», «Torero, al ruedo», etc.), fue clamorosamente aclamada en la Hofoper de Viena el 23 de octubre de 1875; había comenzado la conquista del mundo, conquista en la que muy pocas obras en la historia de la ópera pueden competir. El papel de Carmen se convirtió en uno de los más deseados; todas las grandes cantantes (y muchas no tan grandes) lo han interpretado en miles de representaciones. Y es curioso que lo hayan intentado representantes de todos los registros: sopranos, mezzosopranos y contraltos.
El público que asistió al estreno de la ópera Carmen, el 3 de marzo de 1875, no percibió en absoluto lo histórico del momento, se mostró extrañado, indiferente, frío. Sería erróneo hablar de fracaso completo; tal vez hubiera sido preferible. Pero precisamente esa indiferencia creciente conforme avanzaban los actos hizo que el compositor cayera en la desesperación, de lo cual algunos testigos presénciales dejaron constancia. Tres meses más tarde, Bizet había muerto.
El trágico Georges Bizet, sin duda el genio operístico más grande de Francia, nació en París el 25 de octubre de 1838. Provenía de una familia de músicos, de manera que a nadie le sorprendió que a los 17 años escribiera una sinfonía encantadora… que no se ejecutó hasta ochenta años más tarde. Tal vez fuera ésa su desgracia: que nada de lo que hizo en su (breve) vida pareció sorprender a nadie. Ni cuando ganó a los 19 años el Premio de Roma, ni cuando compuso a los 25 la bella ópera Les pécheurs de perles. Tampoco cuando compuso en 1863 La jolie filie de Perth, ni cuando escribió en 1872 la magnífica Djamileh, ni siquiera cuando, a los 37 años, compuso la obra maestra de la ópera francesa, Carmen. El público que asistió al estreno, el 3 de marzo de 1875, fecha que se debería escribir con letras doradas (¿o negras?) en el Gran Libro de la Ópera, no percibió en absoluto lo histórico del momento. Tampoco se dio por enterado de la no menos genial música para la L’arlesienne de Daudet, que sonaba por primera vez ese mismo año. Y por último tampoco comprendió la importancia de la temprana muerte de Bizet, ocurrida en París el 3 de junio de 1875, sólo tres meses después de la presentación de Carmen.
No tiene sentido discutir con los médicos acerca de este temprano fallecimiento. Por supuesto, el joven de 37 años no murió a causa de la indiferencia del público, indiferencia que aquel 3 de marzo debió de sentir de una manera atroz. No fue una muerte cuya causa se pueda diagnosticar. Está claro que la causa fue otra: una angina, mal que ya había sufrido y superado varias veces. Pero actualmente no se puede dudar de que las depresiones del ánimo minaron su capacidad de resistencia; y de que sólo así pudo la enfermedad ejercer su poder mortífero.
Argumento: El breve preludio nos introduce en el ambiente y en el drama. En éste predominan tres temas, que son siempre de una gran plasticidad. Primero un motivo animado y brillante, soberbio y luminoso como el cielo de Sevilla. Pocas veces se ha compuesto una música más «clara»: la tonalidad de La mayor recuerda no sólo el preludio de Lohengrín de Wagner (aunque éste es más delicado y está más apartado de lo terreno, mientras que los compases introductorios de Carmen parecen estar con ambos pies en una plaza de Sevilla abarrotada de una alegre multitud), sino también otras piezas famosas en La mayor: la vital Séptima Sinfonía de Beethoven, la Sinfonía Italiana de Mendelssohn, etc.
El segundo tema es triunfal y ostentoso: pertenece al torero Escamillo. No es culpa de Bizet que se haya vuelto tan popular, que se haya citado miles de veces y que por ello mismo haya estado en peligro de «gastarse». Nadie que lo oiga una sola vez, bien cantado e interpretado, podrá sustraerse a su majestuosa fuerza.
El tercer tema (y casi se tiene la tentación de hablar aquí de Leitmotiv) corresponde a Carmen o, si se quiere, al trágico encadenamiento de los destinos de Carmen y José. Es el motivo de la muerte, que significa el final inevitable de esa pasión. A quien haya visto en Carmen a una mujer frívola o malvada, le bastará este tema para desengañarse.
El primer acto nos lleva a una plaza en Sevilla. A un lado está la fábrica de tabacos en que trabaja Carmen; en el otro hay un puesto de guardia. Un grupo de soldados se encuentra frente al puesto y contempla a los transeúntes. Una joven vestida de aldeana se acerca a ellos y pregunta al sargento Morales por don José. Aparecerá pronto, con el cambio de guardia; tal es la galante respuesta, a la que los dragones añaden la invitación de que se quede en su compañía. Pero Micaela se retira de inmediato. Un grupo de niños marcha por el lugar, imitando a los soldados y entonando a coro una encantadora canción. Don José se acerca con la nueva guardia y se entera de la visita de la joven por sus compañeros. La joven sólo puede ser Micaela, su compañera de juegos de la niñez, la fiel amiga de las montañas. Pero toda la atención se centra en Carmen, que sale a escena con su provocativa belleza física y consciente del poder que ejerce sobre los hombres. La canción que canta al salir a escena puede considerarse un verdadero retrato de carácter.
La melodía original de esta «habanera» es de Sebastián Yradier, compositor de numerosas canciones de ritmo cubano que se han hecho famosas (por ejemplo, «La paloma», la más famosa). Pero ¡cuánto ha hecho Bizet con esta sencilla melodía! Una descripción de un carácter y una escena cargada de dramatismo. Carmen canta para llamar la atención del único hombre al que no mira: José. Y cuando termina la canción y todos la rodean, arroja una flor a la cara del sargento, al que todavía no mira. Todos prorrumpen en carcajadas; sólo la orquesta no toma parte en la diversión: el motivo del destino suena sombrío; la muerte próxima se anuncia. ¡Un instante genial!
José, sumido en sus pensamientos, contempla la flor. Entonces aparece Micaela, la fiel amiga de su aldea de las montañas. Micaela ahuyenta los pensamientos de José: le trae una carta de su madre, un tierno y cariñoso saludo.
La pureza de Micaela hace que la imagen sensual de la gitana se desvanezca. Las luminosas alturas de la tierra natal, el valle silencioso y la imagen de la madre aparecen ante José. Cuando Micaela emprende el regreso a su casa, José se concentra en la carta que le ha dado su amiga. Pero un tumulto y unos gritos lo interrumpen. En la fábrica se ha desatado una pelea entre las mujeres y Carmen ha herido a otra obrera. El oficial envía a José a detener a la agresora. Cuando la llevan ante Zúñiga, responde a todas las preguntas con una canción sin palabras, seductora y desvergonzada. Don José no puede sustraerse a la impresión que le produce la gitana. Cuando Carmen se queda sola con él ante el puesto de guardia, remata su obra con una «seguidilla», una rápida canción popular del sur de España, en la que promete a su amado placeres sin límite. José lucha desesperadamente consigo mismo, pero sucumbe a la tentación. Cuando el oficial regresa con la orden de detención, José ya ha tomado la decisión de dejar huir a Carmen. La consecuencia es su propia detención, su encierro durante dos meses, su degradación a simple soldado.
El preludio del acto segundo, significativo como los cuatro preludios de la ópera, contiene la canción popular española de los «dragones de Alcalá» (que más tarde cantará don José al hacer su aparición). Nos encontramos ahora en la sospechosa taberna de contrabandistas de un tal Lilla Pasta, del que Carmen contó cosas muy interesantes en su seguidilla. Soldados, contrabandistas y gitanos bailan y beben aquí libremente. Carmen, Frasquita y Mercedes cantan la letra de una danza basada en melodías españolas. Carmen rechaza a los hombres que la desean. Piensa en el soldado que arriesgó su libertad por ella.
Se produce un tumulto de júbilo: el famoso torero Escamillo entra en la taberna. Responde al brindis de bienvenida con su conocida aria, que describe una corrida de toros y a la que ya hemos aludido más arriba. También Escamillo siente la fuerte personalidad de Carmen; sin embargo, la gitana no le da esperanzas, a pesar de la visible aprobación que encuentra en él. El torero sale entre vítores, acompañado de muchos parroquianos. Por último quedan los contrabandistas, que hacen nuevos planes. Bizet incluyó aquí un quinteto (Carmen, Frasquita, Mercedes, Dancairo, Remendado) que pertenece a las perlas de la partitura y de toda la literatura operística. Carmen se disculpa por no poder participar en el próximo golpe. La razón resulta incomprensible para sus amigos: está enamorada, enamorada como una adolescente que espera a su amado; traviesa, juguetonamente enamorada. A lo lejos suena una canción. Carmen reconoce la voz: es José. Alegremente se prepara para recibirlo. Le dará la bienvenida con canciones y danzas, ¿acaso no se lo merece? ¿Lo quiere realmente? Lo tiene en el recuerdo, después de su breve encuentro, diferente de como es en la realidad. Se precipita en sus brazos, lo obliga a sentarse, quiere enseñarle su arte y también sus encantos, por los cuales arden de deseo todos los hombres. José no tiene experiencia en el trato con mujeres. ¡Y menos con una como ésta! ¿Es posible que esta magnífica mujer lo quiera? Carmen resplandece, está en su elemento.
¡Y el cielo mismo envía el acompañamiento de su canto! El sonido de las trompetas del lejano cuartel se combina con su canción, formando un emocionante contrapunto. José está serio, intranquilo. Carmen al principio no puede comprenderlo: ¡las trompetas significan revista! ¡Y revista significa expulsión! ¿Acaso su soldado no está allí? ¿No ha llegado para ser feliz con ella? ¿Acaso ella no quiere hacerle olvidar todos los sufrimientos de las semanas de calabozo? Sin embargo, José se levanta y se prepara para irse. La alegría de Carmen se transforma en furia; su amor sufre el primer desgarramiento, que no se curará jamás. Se burla de él, con ardor y pasión, del mismo modo que un momento antes lo amaba. Desesperado, José se arroja a sus pies. «La fleur que tu m’avais jetee…», así comienza la famosa escena conocida en todas partes como «aria de la flor», que se ha convertido en una de las piezas más conmovedoras de la literatura operística. Es una ardiente confesión de amor, un grito de deseo, después de los grises días de calabozo en los que sólo irradiaba luz la flor que Carmen le había arrojado al principio. El final (admirable desde el punto de vista armónico) se convierte en un sollozo ahogado; y en un epílogo de conmovedora belleza.
Sin embargo, Carmen no se conforma con palabras. Si José la ama, debe demostrarlo: debe abandonarlo todo para compartir con ella la vida libre de los contrabandistas. José entabla una dura lucha interior. Desde fuera le imponen una decisión. Su oficial regresa inesperadamente a la taberna; después de cambiar unas palabras, ambos empuñan las armas. Los contrabandistas los separan, pero José ya no puede volver al cuartel, a su vida anterior. La amplia línea melódica de la «libertad» que promete Carmen suena grandiosa y tentadora.
Un nuevo interludio, el más bello de todos, introduce el acto tercero. Una flauta y un arpa elogian la dulzura de la noche de verano en las montañas andaluzas.
Los contrabandistas llegan a su refugio situado entre montañas inaccesibles. La canción que cantan a coro por el camino es de una polifonía magistral. Carmen y José están un poco separados de sus compañeros. Pero la época de su amor ha pasado; hay palabras amargas entre ellos. José recuerda con melancolía que su madre vive cerca de allí y que todavía lo considera un hombre honrado. Carmen, burlándose, le pregunta por qué no va a visitarla. Luego se dirige al lugar donde Frasquita y Mercedes, entre risas y bromas, leen su destino en las cartas. Carmen también coge las cartas, pero cada vez que las mezcla le predicen la inminencia de la muerte.
Los contrabandistas parten y dejan a José a cargo del campamento. Entre las rocas aparece Micaela; ha llegado para llevar a José a ver a su madre enferma. (En la versión original, un pastor conocedor del lugar la lleva hasta el refugio prácticamente inaccesible, lo que parece más lógico que esta inesperada aparición en un lugar tan secreto.) Bizet ha dedicado aquí un aria a Micaela que, desde el punto de vista del público, es una de las piezas principales de la partitura, pero que desde el punto de vista dramático parece un poco superflua. Micaela ve entre las rocas una figura. Reconoce a José y quiere llamarlo, pero entonces es testigo de una conmovedora escena.
Escamillo penetra, impulsado por el deseo de Carmen, en el campamento abandonado, José lo descubre y casi lo mata de un tiro. Un breve diálogo aclara la situación entre los dos hombres. El ex soldado, que por amor a Carmen abandonó el ejército, y que ahora está a punto de perder ese amor (es lo que se comenta y así ha llegado a oídos del torero), se encuentra frente a Escamillo, un hombre acostumbrado a vencer. Los dos rivales se traban en un duelo a muerte con puñales. Sólo la intervención de Carmen salva a Escamillo. Su permanencia en el lugar no se prolonga más tiempo, y dirigiendo ardorosas miradas a Carmen, a las que ésta responde, le hace una significativa invitación a su próxima corrida de toros, que se celebrará en Sevilla.
Descubren a Micaela y la llevan al campamento. La joven pide a su querido amigo de la niñez que vaya junto a su madre moribunda. En José luchan los sentimientos más opuestos: el amor a su madre y la pasión cada vez más desesperada por Carmen. La escena de celos que hace a la gitana es conmovedora. Luego se va. En el valle resuena la canción del torero. El rostro de Carmen se ilumina. Es el destino que la llama.
El preludio del último acto está lleno de vida y resplandor. Es una imagen de España en un brillante día de fiesta, con sus bailes y canciones. Delante de la plaza de toros aparecen hombres vestidos con ropas multicolores. Por último, saludado por gritos de júbilo y admiración y con el resplandeciente traje de torero, entra en escena Escamillo, el ídolo de la multitud; de su brazo llega Carmen, más espléndida, más bella y más llena de amor que nunca.
Por un instante se apagan los gritos de júbilo y los himnos; Escamillo y Carmen cantan una melodía breve pero entrañable. Entonces el torero entra en la plaza, donde la multitud lo espera con impaciencia. Carmen se queda frente a la entrada, en parte porque es una antiquísima tradición que la compañera del torero no esté presente en la faena, y en parte porque no teme a José, de cuya presencia ha sido advertida. Quiere esperarlo para aclarar su nueva situación. José se presenta ante ella; su aspecto despierta más compasión que miedo; se ha debilitado, está perdido, atormentado, desesperado. Con un último resto de pasión ruega a su amada que regrese de nuevo con él para comenzar una nueva vida. Carmen se niega. Es una lucha desigual entre este hombre destrozado por la vida y la mujer resplandeciente que arde en el fuego del amor; sólo a medias oye la desdichada súplica de José; toda su alma está concentrada en el otro, en la plaza de toros, de la que se oyen los gritos, las exclamaciones de entusiasmo de la multitud. ¡Qué escena! El teatro más desnudo y más brutal, creado por una mano maestra. Desde la orquesta asciende el motivo del destino, de la muerte, que se mezcla con la canción triunfal de la masa. Carmen se levanta y recibe en el corazón la puñalada mortal de José. La corriente humana que sale del ruedo se encuentra con un hombre destruido, aniquilado, que se ha desplomado sobre el cadáver de su única amada.
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